El ambientalista, Número 11
Midiendo la salud del medio ambiente a partir de las enfermedades que no padecemos
Por Jonathan Levy, Madeleine K. Scammell y Wendy Heiger-Bernays
29 de junio de 2017
En Estrella de Plata, Sherlock Holmes resuelve un misterio al notar “el curioso incidente del perro en la noche”, el hecho de que nadie hubiese dado parte de haber oído que ladrara un perro guardián. Se trata de una prueba del brillante trabajo detectivesco de Sherlock Holmes, dado que la mayoría de la gente nota las cosas que suceden más que las que no lo hacen.
Tomemos ese fenómeno y apliquémoslo a nuestra salud: Todos conocemos a alguien que haya sufrido de cáncer. Afortunadamente, todos también conocemos a alguien que haya recibido tratamiento y recuperado su buena salud. Cuando se cura una enfermedad, nos maravillamos ante las virtudes de la medicina moderna. Sin embargo, ¿cuándo fue la última vez que miramos a un ser querido en buen estado de salud y nos maravillamos ante todos los elementos que evitaron que se enfermara en primer lugar?
Esa idea nos hace pensar en la situación de nuestro medio ambiente y la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por su sigla en inglés). Gran parte de la labor de la EPA consiste en prevenir, es decir evitar que surjan los problemas. Se analizan las sustancias químicas en el laboratorio para mantener las sustancias más tóxicas alejadas de las personas. Se establecen normas relativas a la contaminación atmosférica para asegurar que los niños con asma puedan jugar al aire libre y que las personas mayores que padecen de trastornos cardíacos puedan vivir vidas más prolongadas y saludables. Se crean reglamentaciones dirigidas a evitar que el agua potable esté contaminada con plomo y cobre para que los sistemas de suministro de agua que deben proporcionar un elemento básico para la vida humana no nos proporcionen, en vez, un veneno.
Estas y muchas otras medidas de la EPA han evitado sucesos terribles. Décadas después de sus logros, es fácil olvidar su impacto: ya no vemos lo que no existe. No solemos tomar distancia para ganar perspectiva y maravillarnos de cuánto más puro es el aire ahora de lo que era hace décadas ni pensar en cuánto ha aumentado la esperanza de vida y cuánto han disminuido las hospitalizaciones debido a esas mejoras. No todos somos Sherlock Holmes.
A veces, la única manera en que notamos los logros es a través del fracaso, por lo general, el fracaso de no hacer cumplir las reglas existentes. En 1993, a pesar de las reglamentaciones dirigidas a prevenir la contaminación del agua potable, se produjo un brote de criptosporidiosis en Milwaukee que enfermó a cientos de miles de personas. Más recientemente, los residentes de Flint, Michigan, se enfrentaron a la severa contaminación de su agua potable con plomo, algo que tuvo graves efectos para su salud y bienestar. Los enormes costos que surgieron a consecuencia de esas y otras catástrofes ambientales nos recuerdan la importancia de la prevención.
La dificultad de entender los beneficios de la prevención es aún mayor cuando se trata de impactos que no son catastróficos u obvios. El cambio climático representa uno de los mayores retos a los que nos enfrentamos como sociedad. Para algunos, avanza a paso lento y firme, apenas perceptible, mientras que para otros ya resulta catastrófico. Si tomamos medidas categóricas a fin de desacelerar el cambio climático y se producen menos catástrofes climáticas en los años venideros, ¿cómo podemos estar seguros de que esas catástrofes se hayan evitado gracias a las medidas tomadas y no simplemente debido a que de todos modos nada hubiera ocurrido? Se trata de un reto troncal de la labor preventiva: hacer que las personas noten el perro que no ladra.
Dado que no podemos estar seguros de lo que hubiera pasado si no se hubiera tomado una medida, necesitamos desarrollar estrategias de prevención guiadas por principios firmes, fundamentos científicos sólidos y pruebas concretas. La epidemiología, el estudio de las causas y los patrones de las enfermedades en las poblaciones, es en definitiva el estudio de la falta de prevención, es decir, de situaciones en las que las personas estuvieron expuestas a elementos que afectaron adversamente su salud. Deberíamos utilizar lo aprendido a partir de esas situaciones a fin de prevenir problemas futuros.
Se trata de un reto troncal de la labor preventiva: hacer que las personas noten el perro que no ladra.
Al considerar los recortes presupuestarios propuestos para las organizaciones encargadas de mejorar la salud pública mediante la prevención, como la EPA y otras dependencias gubernamentales como los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades y la Administración de Alimentos y Medicamentos, deberíamos tener en cuenta las palabras de Alexander Hamilton y James Madison, que escribieron en El Federalista: “La experiencia es el oráculo de la verdad; y cuando sus respuestas son inequívocas, deberían ser concluyentes y sagradas”.
En el contexto de la protección ambiental, nuestras experiencias se documentan mediante los estudios científicos y la observación. La EPA debe seguir fundamentándose en la ciencia y debe contar con los recursos necesarios para prevenir futuros perjuicios a la salud y el bienestar de nuestros ciudadanos. Para que esto ocurra, los investigadores, científicos, agricultores y maestros deben todos comunicarse clara y vigorosamente acerca del perro que no está ladrando a fin de despertar conciencia sobre la importancia de la prevención si se ha de mantener la salud y seguridad de todos.
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Spanish translation by Julieta Pisani McCarthy, M.A.